20.9.10

BREVE CRÍTICA DE LA RAZON AUDITIVA - I

BREVE CRÍTICA DE LA RAZON AUDITIVA - I
La música de la Ley o la política de las emociones.


La música no es un lenguaje universal sino el conjunto de tendencias a diversas soluciones satisfactorias que dependen de las necesidades de una cultura históricamente determinada.
Platón proponía a la música como continuación de la política del Estado.
Dos mil años después, con la institución del sistema tonal, el Iluminismo materializa un política de la música.
Basada en la instauración de un centro, la tónica, que organiza el discurso musical como el punto de fuga en la perspectiva pictórica, la música tonal clásica explicita una representación del Mundo según una analogía jerárquica de Orden.
Hay un Soberano: la tónica, principio y final que rige toda la obra.
Ministros: las modulaciones estables y lícitas.
Vasallos: las tonalidades inestables.
Proscriptos: las disonancias prohibidas, los sonidos “extraños” a la tónica
La aplicación de esta jerarquía constituye una estética de la repetición de la presencia de lo Mismo en lo Otro y de lo inmóvil en lo fugaz, que implica una concepción cíclica del tiempo, un replegarse del devenir sobre sí mismo.
Todos los elementos se subordinan a un único origen y a un único fin. Todo dinamismo es absorbido, finalmente, por un referente fundamental invariable: la Tónica.
Este sistema dinamiza una “inercia psicológica” de retorno a la estabilidad y esta estabilidad posee una dimensión ontológica que ofrece una visión del Mundo y de las relaciones entre los hombres fundamentadas en un elemento inmutable.
La organización tonal no es natural, es una construcción de la cultura pero, como toda Ley, se pretende “natural”.
Este Orden no se instituyó de facto, la legalidad tonal se fue desarrollando subterráneamente a través de los siglos y sólo alcanzó su predominio cuando coincidió con la necesidad de legitimar una estabilidad política, cosmológica y moral; la música “tonal” se instaura contemporáneamente a las “monarquías absolutas”.

Los intervalos entre sonidos no son simples diferencias de frecuencias, son elementos de una estructura lógica, de una racionalidad sonora, cuyo movimiento paradigmático fue formulado en el siglo XVII, por J. P. Rameau, al establecer la cadencia V - I , como modelo de la progresión armónica normativa, construyendo de este modo su algoritmo de producción, y el máximo y el mínimo de sus funciones.
Fundada la axiomática, se desarrolla un lenguaje que se pretende natural, pero que no puede expresar sino situaciones homólogas a su Orden gramatical y sintáctico.

El sistema tonal funciona como una “maquinaria afectiva”:

Estímulo - Tensión - Resolución


La música tonal activa una tensión, la expande y posteriormente la resuelve.
La emoción nace de la inquietud ante la alteración de una regularidad, y el placer
deriva del alivio de esa tensión, placer más intenso cuanto más inesperada la resolución.
Por eso, el aumento de tensión y la inhibición de la regularidad se vuelven significantes en relación a su resolución.
Lo que habitualmente se entiende por música es una sucesión de sonidos que tienden a estar en otra parte distinta a la que están, y ese sentimiento de desubicación es considerado como una cualidad expresiva.
El sistema tonal ejemplifica la pasión del Orden puesto en crisis para ser gloriosamente restituido. Confirma que hay una solución única para cada crisis, que toda amenaza se resuelve en un regreso al Orden.
Por lo tanto, la gramática tonal mimetiza un discurso de Poder mediante una correspondencia unívoca entre el Orden musical y el Orden Político.
En el conjunto de las relaciones sonoras se perciben las estructuras políticas, sociales, cosmológicas del Orden y el repertorio de su imaginario.
La “tónica” es el sonido de las monarquías absolutas.

El Orden Musical
Durante el Iluminismo la Razón moderna se aliena en su propia racionalidad.
El Orden se aplica recursivamente sobre el Orden.
Genera un proceso de duplicación periódica que se sobredetermina a sí mismo.
Su espacio de representación se segmenta en “heterotopías” : la cárcel, el manicomio, el hospital, el museo y, fatalmente la sala de concierto.
Consecuentemente, la audición de la música tonal implica una sumisión incondicional del oyente a un Orden estético autoritario.
La gramática tonal es la ejemplificación sonora de un modo determinado de percibir y relacionarse con el Mundo. Los sonidos acontecen dentro de una jerarquía inmanente que se extiende desde el aspecto musical a las conductas sociales del concierto, la escucha pasiva, silenciosa, con el cuerpo quieto ante la frontalidad visible y legible de la orquesta.
La música tonal exige una escucha frontal y estática. La “heterotopía” de la sala de concierto impone una asimetría jerárquica que opera la disociación entre la audición y el cuerpo. Sus sonidos hablan al alma.
Y alma, espíritu, elevación, son los valores abstractos de una metafísica sonora donde la percusión física se desmaterializa en la codificación de “tiempos” débiles y fuertes.
El sistema tonal es un código destinado a articular el cuerpo de acuerdo a un Orden imperativo preestablecido que despoja al sujeto de toda posibilidad de delirio.
La esencia de la música tonal implica la tachadura del cuerpo.

Históricamente hay un momento en que los hombres se escinden en ejecutantes y oyentes: la instauración de esa normativa perceptual determinada como “música clásica”, que exige de quien no la ejecuta una actitud “meditativa” que aniquila en el oyente todo registro de su presencia corporal.
La música de Beethoven puede considerarse como el trazo terminal de esta escisión del discurso musical y la corporeidad del oyente.
A partir de ese momento, el individuo ya no es capaz de participar en una música que ha sobrepasado el “canto”, la pulsión mimética de experimentar los sonidos con el imaginario del cuerpo.
La música transmigra del cuerpo del hombre a otro cuerpo: la orquesta.
Al no puede ser abarcada por una sola voz, la música se vuelve inaudible, deja de ser una experiencia sensible para convertirse en una Idea inteligible.
Desaparecida la superficie de fricción entre el sonido y el cuerpo la dimensión musical deja de pertenecer a lo audible y se desplaza a lo legible.
El escuchar deviene un modo de lectura.
Al igual que en el acto de leer, percibir una melodía depende de una escucha mnemotécnica que obliga a retener el primer sonido durante la sucesión.
Además en lo melódico, como en lo textual, esta implícito el concepto unidireccional y horizontal de causalidad propio de la física clásica.
De este modo queda definido el régimen temporal del Orden tonal, que determina al hecho musical como un movimiento teleológico que se dirige a un fin, a un objetivo futuro desde un pasado que la memoria retiene.
Lo que define a la música clásica es su relación fantasmal respecto al cuerpo.

El exorcismo del fantasma tonal comenzó a fines del siglo XIX, contemporáneamente a la erosión del espacio pictórico por el impresionismo, las primeras revoluciones socialistas, la teoría evolucionista de Darwin y los principios de la Termodinámica que demostraban la imposibilidad del “reloj cósmico” de Newton, Wagner pretende liberarse de la dialéctica crisis /resolución mediante la “melodía infinita” y Debussy recurre al uso de escalas hexafónicas.
Comenzado el siglo XX, la idea de música (porque la música es una idea) se torna compleja a partir del debilitamiento de la tonalidad como principio organizador y la negativa a seguir definiendo la especificidad de lo musical por la relación entre la altura de los sonidos para poner en evidencia los factores silencio y tiempo implicados en ella.
Toda la música contemporánea se ha constituido a partir de la abolición del sistema tonal y su sustitución por nuevas y diversas estructuras organizativas.
Esta transformación no nace de la extravagancia antojadiza de los artistas. Surge, como necesidad, en el contexto de una crisis cultural, y hay crisis cuando el Orden de los signos ya no se corresponde con el Orden de los fenómenos, y la música tonal, desde mediados del siglo XIX, había comenzado a perder su relación de identidad estructural con el “estado de cosas”.
La música del siglo XX rechaza este Orden de relaciones sonoras que se han identificado con unívocas relaciones psicológicas y con una realidad determinada.
Mediante este proceso, cada vez que se percibe este modo de organización jerárquica de los sonidos, alienado en una situación histórica, el oyente es proyectado al ámbito de una sensibilidad, una moral, una política y hasta una metafísica, que irremisiblemente remite al contexto cultural que ha reglamentado este sistema.
La música contemporánea desconoce este Orden unipolar y su paradigma estético exige que el fenómeno afectivo que prosigue a un estímulo se conforme sin que ninguna relación de hábito lo ligue a su antecedente. Toda crisis se resuelve en otras crisis (siempre insolubles en tanto no existe un referente Absoluto) y en ausencia de toda norma, la obra deviene un “campo de posibilidades” donde la expresión está ligada a lo inesperado y su Belleza expresa la función de una improbabilidad.
De hecho, la obra musical no es una relación de elementos abstractos sino de materiales y fuerzas que guardan una estrecha relación con la afección física.
Aceptada esta prioridad eficiente de las fuerzas materiales, inmediatamente el valor y la Idea abstracta de Belleza son reemplazados por una magnitud concreta de intensidad.

La “nube sonora” no articula la figura lógica de un discurso sino que registra diferencias de intensidad. No depende del movimiento de una cadena de significantes, sino de la detección
de las variaciones infinitesimales de un elemento puntual.
Los sucesivos programas estéticos ya no buscan estructurar una Forma sino operar, matemática o aleatoriamente, sobre un “campo de posibilidades “ .
Esta urgencia por liberar la materia sonora, responde a un nuevo y acuciante “estado de cosas”, donde no solo han cambiado las condiciones políticas, tecnológicas y científicas, sino que también han cambiado las condiciones perceptuales.
Cualquier ciudadano es capaz de discriminar determinadas señales visuales y auditivas que se presentan simultáneamente entre una masiva y continua proliferación de estímulos, que es capaz de desplazar como “fondo” de las “figuras” significativas.
El hombre contemporáneo ha adquirido la capacidad de percibir y responder a una pluralidad de estímulos simultáneos en constante devenir.
Asombrosamente, sus hábitos estéticos, su modo de oír y valorar la música, permanecen atados a un orden de estímulos organizados según un Modelo estático, sistematizado dentro de un contexto sensorial y sociopolítico que le es absolutamente ajeno.
Más de trescientos años de Orden tonal crearon hábitos perceptuales de un carácter casi absoluto. Todo intento liberador sólo adquiere una identidad como desviación de los valores normativos; valores de referencia que los obligan a definirse por un prefijo negativo: atonalismo, arritmia, asimetría, etc...

Pretender que la tonalidad es el modo “natural” de la percepción musical implica una doble falacia, si fuera natural no tendría un origen histórico, (ubicable alrededor del año 1600), y por otra parte, a fines del siglo XX, ninguna conducta humana es natural ni tiene por referente a una Naturaleza que ya no existe.
La condición perceptiva actual del hombre esta más fuertemente orientada hacía procesos dinámicos que hacía estructuras estáticos. Esta nueva condición perceptual implica otro modo de relacionar y valorar los estímulos estéticos. A esta sensibilidad contemporánea generalizada ha respondido la sorprendentemente minoritaria música actual.
Ante todas estas características perceptuales y sociopolíticas que atañen al individuo de las democracias tecnificadas de este siglo, los artistas no sólo abandonan la jerarquía monárquica del sistema tonal sino, también, su dialéctica emocional crisis / resolución. El discurso musical unipolar deviene en un “campo de probabilidades”, un proceso continuo de formatividad que elude lo discursivo remitiéndose siempre a su presente y cuya expresividad no depende de la promesa, siempre diferida, de un equilibrio futuro.
Como resultado de esta concepción estética, las obras ya no se presentan como individualidades orgánicas en una Forma definitiva, sino como procesos dinámicos y perpetuamente abiertos, es decir , inconclusos.

El artista contemporáneo comparte con el científico la visión provisoria y relativista de un Universo caótico, indeterminable, donde lo humano no es medida de nada. Desposeído de un régimen de representación y abolidos los valores canónicos de proporción, equilibrio y simetría, el artista se ve inclinado a actualizar la belleza según otros principios, a organizar la materia según diversas estrategias estructurales basadas en operaciones matemáticas, dispositivos tecnológicos o un voluntario abandono a los poderes del azar.
Esta carencia de principios estructurantes determina que, en el fenómeno estético, el acento este puesto sobre el modo de hacer y no sobre el acto mismo.
La obra se convierte en un discurso acerca de las posibilidades de un proyecto operativo que no es objeto de ningún juicio estético de Belleza. Se la valora como “lograda” en tanto responda, en mayor o menor medida, a un programa previamente propuesto.
Todo acontecimiento musical actualizado mediante un proceso dinámico en continua inconclusión, presentará un discurso no lineal y no teleológico, un discurso que diluye su discursividad en lo continuidad de un presente sin pasado ni futuro.
La continuidad es característica de las vanguardias contemporáneas, que evolucionan según trayectorias no-lineales, carentes de redundancia y sintaxis, donde operan elementos difusos, cuya esencia es su propia indeterminación. La obra induce la actualización simultánea de todos sus atributos materiales sensibles,( tono, timbre, altura, intensidad y ataque), que no necesitan de un pasado o de un futuro para producir una afección perceptual expresiva.
En la obra musical, concebida como proceso vectorizado por la ocurrencia de lo impredecible, solo el presente es real. Cada sonido o silencio está libre de conexiones formales con lo anterior o lo posterior, absolutamente autosuficiente, carece de pasado y no promete futuro.
Esta concepción estética resulta tan ligada a la mecánica cuántica como a la filosofía existencialista, para la cual el presente es el punto “nodal” de la existencia, porque si no hay presencia no hay existencia, y sin existencia no hay esencia.
La profundización de esta lógica de lo continuo, de la sucesión discreta de presentes, lleva a la aparición racionalizada del “objeto sonoro”, un acontecimiento musical autónomo que se manifiesta en tres momentos de un “presente extendido”: irrupción-cuerpo-desaparición, cuya singularidad proviene de las propiedades sensibles de su presencia fugaz y de sus modalidades de irrupción y de desaparición.
Carente de horizontalidad melódica y de verticalidad armónica, el “objeto sonoro” posee un “espesor” puntual, y da origen, en el ámbito de una tradición estética abstracta y racionalizada, a una inesperada y desconocida “poética de la materia”.
Alcanzado este punto crítico de la atomización sonora y de la fragmentación del tiempo, era inevitable el cuestionamiento del acontecimiento musical como relación de sonidos.
Rápidamente, muchos artistas, se atreven a formular la pregunta más extrema:
“Para que exista música, ¿ Es necesario que un sonido sea continuado por otro.?”
Obviamente, desde el presente absoluto donde se instala la “poética de la materia”, la respuesta definitiva es: no.
Al igual que el Modelo de Universo en la física contemporánea, la Forma secular del Orden Musical ha estallado.

Apéndice
En tanto el del Orden Tonal que, desde el 1600, parece ser la condición “a priori” de toda música posible en Occidente, constituye un Sistema, es necesario resumir sus características “sistemáticas”:
El Sistema tonal es una relación operativa y jerárquica de sonidos generada a partir de un axioma del que se deriva una normativa gramatical y una coherencia sintáctica que determinan su inteligibilidad.
La sistemática tonal es tanto formal como axiomatica.
Como toda axiomática constituye la representación finita de un proceso infinito, una cláusula de finitud que se aplica sobre una materia infinita.
Como cualquier sistema formal, la axiomática tonal, presenta una inconsistencia lógica, una proposición indecidible según los propios axiomas del Sistema.
Lo indecidible musical es el silencio.
Resulta indecidible si los silencios entre los sonidos conforman también un sistema de diferencias, o si todos los silencios son un mismo silencio.
Del axioma tonal se deriva, tácitamente, un teorema:
Los sonidos se suceden, los silencios se superponen.

(Fin-Parte I)

BREVE CRÍTICA DE LA RAZÓN AUDITIVA II

BREVE CRÍTICA DE LA RAZÓN AUDITIVA II

La desmaterialización Lingüística y el Arte Conceptual

Inesperadamente, la manipulación de la materialidad sensorial reinstala una estética intelectiva donde la abstracción de la belleza ideal de la Forma se traslada a la belleza ideal de los procesos formativos. El Arte convierte su función representativa en una función proposicional que convierte a la obra en una reflexión cognoscitiva.
Por lo tanto, en la cultura Occidental, la percepción sensible resulta nuevamente racionalizada.
Mayoritariamente, las vanguardias no se apartan de una tradición ontológica que arraiga en el pensamiento griego y en la escolástica medieval, que omite y niega la presencia concreta de la materia en la experiencia estética. En sus propuestas renovadoras la Belleza persiste como una Idea trascendente que se manifiesta por su inteligibilidad

Contra lo supuesto, el vanguardismo conforma un dispositivo reaccionario.
La trasgresión está implícita en el Orden.
Por lo tanto, si bien las vanguardias musicales del siglo XX destituyeron al Orden tonal conservaron su racionalidad abstracta.
Al redefinirse intelectualmente la naturaleza de la imagen o el sonido, queda también redefinida la obra artística que ya no requiere de una apariencia sensible sino de una apelación intelectual que, incluso, permite concebir una Obra de Arte sin localización espacial.
En este proceso de desmaterialización queda omitida toda cualidad sensitiva, omisión que se declara explícitamente en el llamado “Arte Conceptual”.
La obra de arte entendida como concepto significa la represión brutal del cuerpo sensorial
El arte conceptual es una estética post-corporal.
Concretamente, el arte conceptual asume la condición terminal de la metafísica de Occidente.
Fatalmente la transgresión remite a la Ley. Las vanguardias seculares consolidan la tradición occidental de la relación asimétrica entre lo inteligible y lo sensible, la materia y el espíritu.
El Arte ”conceptual” en sentido estricto, descarta la materialidad física del objeto y provoca una dicotomía entre el objeto, el concepto y la percepción.
El concepto, entendido como una preconcepción mental de algo a realizar se identifica con los proyectos y se elimina la materialización, ya que el proyecto no es objeto de la percepción.
Todas estas premisas evidencian el desentendimiento de las estéticas conceptualizadas con respecto a los efectos mágicos, el encantamiento y el misterio fascinante que, desde tiempos arcaicos constituyó la esencia más profunda del Arte.

Una de las grandes cuestiones que plantea la teoría estética del siglo XX consiste en determinar si la música debe ser considerada una forma de lenguaje.
En términos históricos, este interrogante coincide con la irrupción de lo que es conocido como el giro lingüístico en el devenir del pensamiento occidental, que puede explicarse como la substitución del sujeto trascendental kantiano por el lenguaje.
A partir de la obra de Ferdinand de Saussure, surge una línea de pensamiento que termina por establecer al lenguaje como modelo cognitivo del siglo XX.
Este modelo se fundamenta en la idea de que la estructuras del lenguaje, por ser una institución colectiva que ha acompañado toda la historia conocida de la evolución humana, reflejan las estructuras de los fenómenos, es decir, de la realidad misma.
En esta dimensión gramatical toda acción individual adquiere Sentido según un sistema de mediación en cuya génesis no participa ni controla su funcionamiento.
Todo hacer, todo desear inviste realidad sólo si puede ser enunciado por el lenguaje.
La adquisición de un lenguaje deja de ser una capacidad específica del hombre.
El lenguaje se ha convertido en destino.

El significado del lenguaje Musical
Instalada la gramaticalidad como principio de realidad, la música se entiende como un particular sistema de signos entre otros sistemas de significación.
Fácticamente, como todo Arte, la música remite a la música misma, el sonido no es compelido a referir, como signo, a otros objetos.
Dentro de este Modelo discursivo de lo Real, la Música se articula, necesariamente, como un lenguaje cuyos sonidos comunican significados.
No es este el lugar para considerar lo monstruoso de este imperativo absoluto
de lo verbal, concretamente, a partir de la aceptación del modelo lingüístico la música se convierte en un discurso legible.
Tal condición no es novedosa, ya en el Renacimiento tardío, tratadistas como Zarlino o Lippius elaboraron una compleja y rigurosa Retórica Musical que establecía la disposición y figuras discursivas del material sonoro.
Progresivamente la Estética es desplazada por una Semiótica donde los sonidos no suscitan una afección sensible, sino una reflexión sobre su significado.

Partiendo de una experiencia sonora concreta, el oyente vincula el objeto musical que escucha con un contexto histórico de estilos, géneros y autores o períodos, según la cual elabora una interpretación narrativa.
Consecuentemente, toda experiencia musical depende de una información previa.
El significado expresado por un texto musical es deíctico y catafórico en el sentido que constituye una predicción. El texto musical se orienta hacia el futuro.
A partir de la sustancia musical percibida en un momento dado, el oyente es impulsado a predecir la forma de la sustancia musical futura. Si existe un significado en la música, no es otra cosa que la experiencia que permite predecirlos desarrollos musicales inminentes.
Por lo tanto, la música del Orden tonal como organización del Tiempo asume la condición de un discurso narrativo que, dependiendo de la memoria, acumula todo su pasado en un presente siempre diferido como futuro.
Esta configuración legible del devenir induce al oyente a experimentar expectativas, generar predicciones y establecer relaciones sintácticas entre hechos distantes en el tiempo.
El mismo esquema que organiza el proceso expresivo orden-crisis-resolución que regresa al orden, el A-B-A de la “forma sonata”, organiza el tiempo de ese discurso que restaura en el fin la identidad del comienzo.
Como signos, los sonidos pierden su autonomía y su indeterminación, ya no se presentan sino que representan, y lo que representan es la Forma de su organización.
A través de la organización tonal, la música, alcanza la codificación unívoca de un lenguaje.
Posee un enunciado genérico A-B-A, (la forma sonata) donde A es el principio sustantivo de identidad, y B es el verbo que expresa, mediante normativas de modulación, las pasiones de A.
La comunicabilidad se basa en que A es un sujeto colectivo de la cultura occidental, y la “elevación espiritual” que comunica su pasión en B, deriva de un acto reflexivo en el que el sujeto es el objeto de sí mismo, A es el objeto que afecta el sujeto A.
Todas las derivaciones y las formas posibles, que pueda asumir B, están implícitas y determinadas en A, y solo pueden tener el regreso a A como sentido.
Esta gramática no es privativa de la “música clásica”, la forma sonata es mucho más rígida y explícita en la música popular, donde las canciones obedecen a la forma estrofa-estribillo-estrofa, y en el estribillo verbalizan su clímax emocional, desviándose de la regularidad estrófica a la que se retorna.
Tal codificación de la forma sensible se corresponde con a una codificación similar de la expresión emocional que atribuye distintos valores afectivos a las tonalidades mayores y a las menores y una codificación cuantitativa que resulta cualitativa de la densidad sonora, por la cual la grandeza de la afirmación colectiva corresponde a la orquesta, y la reflexión íntima y subjetiva, al cuarteto de cuerdas.
Paralelamente coexiste una codificación tímbrica, el registro agudo declama la elevación sentimental, la más alta afirmación espiritual, para la cultura occidental la afirmación siempre está asociada a un esfuerzo, y el registro grave, más cercano a la indeterminación sonora, expresa lo ominoso, lo amenazante la duda, una codificación mimética de figuras del lenguaje hablado, los altos valores y las bajas pasiones, las cimas del espíritu y la gravedad del cuerpo.
La música tonal, no es solo un lenguaje por operar con signos según reglas sintácticas, sino que además posee una normativa retórica, una sobrecodificación que le permite duplicarse como lenguaje figurado.
De este modo, el sistema tonal produce una articulación sensorial semejante al lenguaje verbal; en tanto posee una lógica estructural y una constancia sintáctica que determina su inteligibilidad, es capaz de desarrollar un pensamiento y de expresar ideas.
La estructura sintáctica fundamenta una lógica de los enunciados musicales inteligibles. Fuera de ella no hay musicalidad posible.

La Ley del oír
El Abismo de la Carne
El oído biológico es un órgano sensorio y la sensación capta el estímulo de fuerzas materiales.
Los sentidos corporales no perciben relaciones sino intensidades.
Ver lo visible, oír lo audible no son representaciones, son acontecimientos que se registran en el cuerpo ante una fuerza concreta que lo afecta.

Sumariamente, la realidad sensorial es la frontalidad de una presencia anterior a cualquier determinación, algo anterior al lenguaje, al pensamiento, una presencia “adversa” que precede a cualquier significado.
La realidad sensorial no es ninguna esencia trascendente ni la Unidad del Ser, es una percepción sensible en la cual no se dan múltiples sensaciones de diferentes órdenes, sino diferentes órdenes de una única y la misma sensación de lo Real.
De ahí procede el carácter irreductiblemente sintético de la sensación.
Ante la pregunta por lo Real lo que responde es la evidencia corporal de todo aquello que se percibe como Sensación.

Si bien no existe ninguna definición satisfactoria de la Sensación, ni un modelo fisiológico del modo en que se produce su impacto en el sistema nervioso o en el cerebro, de hecho, algo produce un fenómeno de afección frente a una obra de Arte.
Inexplicablemente, no se sale intacto de ese encuentro.
Precisamente, el poder misterioso de la Música consiste en que el impacto físico de los sonidos colapsa cualquier explicación y sólo manifiesta la “intensidad de la sensación”.
No hay lenguaje, ni teoría que pueda dar cuenta del puro acontecimiento de oír.
Ninguna ciencia, epistemología o metafísica posee la capacidad de comprender lo más próximo e inmediato: el acontecer mismo del cuerpo y de la sensación.
No existe una Lógica del cuerpo ni una Lógica de lo sensible porque la materia se presenta como la irracionalidad misma.
Por su propia naturaleza física la afección sensible no puede ser pensada por una Idea.
En la cultura occidental no existe una lógica sino una taxonomía de la materia.
La perversa distinción entre ‘cuerpo’ y ‘espíritu’ pesa, desde Platón, como una maldición sobre la filosofía, la maldición que escinde lo sensible de lo inteligible.

Las cosas son reales porque están materialmente presentes.
Y en su condición concreta de objetos las obras del Arte no conllevan, en su materialidad sensorial, una elevación “espiritual” ni una representación metafísica.
La obra de Arte es un cuerpo que interpela al cuerpo del hombre.
La música afecta por la presencia física de sus materiales sonoros que operan como estímulos sobre el sistema nervioso mucho antes de remitir a lo simbólico.
En la experiencia artística, no hay dualidad entre el cuerpo y el espíritu, ninguno es lo opuesto ni el fundamento del otro, ninguno es sustantivo, porque en lo sensible no hay otro.
La sensación nace del estímulo afectante de una fuerza exterior sobre un órgano específico que lo difunde a la totalidad del cuerpo; la comprensión intelectual es un momento, entre otros, de la afección corporal.
Desactivada toda trascendencia metafísica la Música deja de ser la representación de un significado abstracto para revelarse como la afección física de un cuerpo material (el sonido) sobre otro cuerpo material (el oyente).

Para el discurso de la Razón el tímpano fisiológico es un órgano irracional que dispersa la centralidad de la conciencia en una extensión indiferenciada donde no se puede localizar ningún punto de vista.
Si no hay centralidad ni límite, resulta imposible la instalación de un sujeto generador de significados. El oído es un órgano cuya estructura (y la sutura que lo conecta a la garganta) produce el espejismo de la indiferencia orgánica.
Por lo tanto, la audición debe ser sometida a una Ley.

La legislación del escuchar es un proceso complejo y riguroso.
Empíricamente, el sonido emana fuentes físicas cuya localización espacial puede ser percibida por el oyente.
El ambiente auditivo es una extensión homogénea sin orientaciones privilegiadas.
A diferencia del ojo que puede cerrarse o enfocar su mirada, el oído, sin párpado, no puede separarse del mundo. Es imposible dejar de oír.
Dirigir la escucha a un conjunto de sonidos aislados es una conducta cultural sumamente frágil. Este enfocar de la audición solo es posible si se anula la dimensión sensorial propia del oído, el espacio, y el escuchar se concentra en el tiempo. Es decir, dejar de registrar la localización para percibir la duración o la sucesión de los estímulos sonoros.
De ahí la violenta imposición del régimen de una mirada lectora sobre lo audible que gobierna la frontalidad de la orquesta en la sala de conciertos.

Como herramienta de la represión del oído sensorial la música tonal le ha negado a la localización espacial toda participación en su discurso musical legible.
Prácticas como el canto polifónico de la escuela veneciana durante el Renacimiento tardío, con sus coros ubicados en distintos lugares de la catedral de San Marcos que cantaban en alternancia, creando una analogía espacial de la estructura responsorial de la música.
Solo a fines del siglo XIX, Beriloz, Wagner y Mahler dieron cierta importancia expresiva al emplazamiento de los intérpretes. No es extraño que la diseminación de las fuentes sonoras coincidiera con la disolución gradual del Orden tonal.


La neutralización del silencio
Del mismo modo que se atribuye en el Cosmos mayor cantidad de vacío que de materia, también se supone la existencia de más silencio que sonido.
Todos los sonidos posibles están contenidos en el vacío de un silencio mucho mayor que permite el desplazamiento de los sonidos y configurar diversas secuencias sonoras.
Si oír es registrar una interrupción del silencio. El silencio conforma el “espacio de probabilidad azarosa” de los sonidos.
En la Música el silencio no es una vacuidad neutra anterior al principio del discurso musical ni posterior al final, es una presencia formativa que se ubica, principalmente,
en el medio.
En tanto determina la posibilidad de escuchar, el silencio se oye.

La misma voluntad instrumental que transforma la visión en mirada convierte al oír en escuchar.
Sumariamente, se diferencian tres tipos de escuchas:

1-Alerta: en ella se captan índices, relieves de sonidos dentro del silencio, grados de alejamiento y retorno.
En este nivel primario los oídos son estrábicos, oyen siempre en dos direcciones opuestas, la de lo que se desea y la de lo que se teme.
Lentamente se consolida una apropiación auditiva de un territorio estable.
El horizonte de este territorio es la repetición y el regreso del pasado como presente asume una estructura significante: el ritmo.
Desde edades arcaicas el hombre ha sentido el pavor de habitar un mundo amenazado por la disolución, conjurando este terror primordial el ritmo garantiza la regularidad del
acontecer, el retorno temporal de lo conocido.

2-Desciframiento: como el ojo necesita espacio para ver, el oído necesita tiempo para
escuchar.
El sonido se desprende del objeto o criatura que lo emite para convertirse en su signo.
Consecuentemente se produce un retraso de la presencia. Esta demora será ocupada por la palabra que nombra.
El oyente interpreta el sonido como un significante que remite a su fuente.
En el desciframiento, la escucha deviene en lectura. Se oye como cómo se lee, de acuerdo a ciertos códigos reductivos y modos de discriminar el “exceso de significantes” disponibles hasta lograr una correspondencia unívoca entre las cosas y sus significados sonoros.
Desde el discurso teológico puede afirmarse que todo significante reciba su significado será el fin del Mundo, y ese es el destino de la cultura, resolver toda fatalidad en la causalidad.
Para la escucha de desciframiento, el silencio no es la ausencia de sonido, sino la ausencia de significado, es decir, cuando lo que se escucha no se ofrece como información sino como resistencia.
La escucha de desciframiento es una operación racional que comprime una sonoridad compleja por un sonido simple.
3-La escucha Primordial:
Un grito no puede ser leído ni descifrado.
El umbral del oír no es conocer sino desconocer.
Ante el sonido erecto y gutural que no transcurre en el tiempo es necesario renunciar a escuchar para oír lo que no se oye por escuchar: la dispersión de los signos.
Cuando no se oye un decir sino un sonido autónomo, el oyente se aterroriza por la irrupción de la exterioridad en la intimidad de su “yo” que se disuelve en lo indeterminado.
El oír se vuelve un ignorar al que no pone fin la interrogación de su propio eco.
La escucha primordial implica la ruptura de la sucesión, del trayecto horizontal del lenguaje interrumpido por el corte vertical de una Presencia sonora irreductible a toda significación o relación de causalidad.
Ante ella, la oquedad del conducto auditivo se abisma y toda significación se hunde en su profundidad.
Oír ese silencio enmudece.

El aparato auditivo no es sólo el tímpano, su conformación incluye, entre otros elementos, al conducto vestibular y la endolinfa que circula por los canales óseos y semicirculares del laberinto. También padece alteraciones patológicas.
El «vértigo laberíntico» es el nombre de una enfermedad conocida y determinada, la disfunción auditiva que escucha, permanentemente, un ruido indiferenciado y constante.
Análogamente, hay una anomalía disléxica que impide dejar de producir un murmullo ininterrumpido, un hablar insignificante que no oye lo que dice porque carece de silencio.

La persistencia del Orden o Sobre lo que se escucha en la Música.
La práctica y la audición musical de las sociedades actuales constituye una anomalía en la historia de las civilizaciones. Resulta inexplicable que una cultura altamente diferenciada tecnológicamente de todas sus precedentes, con un marcado dinamismo estructural donde los valores carecen de toda solidez y permanencia, reconozca como propia, una concepción musical originada en un pasado remoto y en un contexto sensorial y cultural tan ajeno como irrecuperable.
(Aún las manifestaciones fácticas de la música popular, se fundamentan en la más rígida y estrecha aplicación de la gramática tonal, como en el caso del rock).

A diferencia de las vanguardias literarias y plásticas, la música no logró instalar nuevos hábitos auditivos exigidos por la transformación tecnológica del ambiente humano y fue ignorada por un público que reconoce las obras de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, como su música más propia y significativa.
En tanto la “cultura de la imagen” provoco una auténtica mutación de la percepción visual, que se suma a otras mutaciones de la ideación y de la motricidad, generadas por la digitalización cibernética y la adaptación a la velocidad y densidad de los estímulos sensoriales de las gigantescas concentraciones urbanas, la música contemporánea sólo alcanzó a aportar ciertos timbres electrónicos y una rítmica más compleja a una musicalidad que permanece aferrada a la sintaxis expresiva y a una audición orientada por el modelo del sistema tonal

No es necesario destacar que la visión del Mundo dentro de la cual se consolidó el sistema tonal dejó de existir a fines del siglo XIX, el Orden político de las monarquías absolutas, la física gravitatoria de Newton y la racionalidad absoluta del Iluminismo, han caducado y no representan el Modelo de Cosmos contemporáneo.
Solo el Orden tonal, sin presentar ninguna relación de analogía, ni ejemplificar ningún estado de cosas, sobrevive, como una estructura estética fuertemente vigente en la cultura contemporánea.
Por lo tanto, corresponde suponer la existencia de alguna propiedad determinante de la gramática tonal que la instaura como lo Real de la música, aún en el contexto sociopolítico radicalmente diferente y a pesar de la mutación perceptual acontecida a lo largo del último siglo.
Esta supervivencia de la tonalidad en un contexto donde nada la remite lleva a preguntarse qué es lo que el hombre occidental escucha en esa organización sonora para considerarla la posibilidad absoluta y definitiva del acontecimiento musical.

Resulta evidente que el Sistema Tonal comparte la esencia clausurada y circular que define a la Razón Moderna. La tonalidad como toda Forma de discurso tiene sus leyes que no son otras que las leyes de su Forma, es decir, que todo discurso enuncia, en primer término, las reglas de su propia construcción.
Y el conocimiento de esas reglas permite su legibilidad, lo que musicalmente significa que la audición debe estar determinada y su respuesta emotiva conformada, por las mismas leyes sintácticas del discurso sonoro.
La musicalidad proviene de un “acuerdo social”, de una comunidad de sentido, por la cual, ciertas formas sonoras resultarán significativas, y esas formas expresarán la resolución de toda crisis en el reposo, de toda desviación en el regreso, y de toda perturbación en el equilibrio.
Y es por esta comunidad de significados, que la música se constituye en un “lenguaje”.
A pesar de que esencialmente, la música, es absolutamente autorreferencial y los sonidos no remiten a otra cosa que a los sonidos, su organización, de acuerdo a una sintaxis formal predeterminada, les otorga la condición de “signos”.
Para la cultura occidental, no hay percepción sensorial sin inteligibilidad, no hay estética sin racionalidad, ni estímulo sin significación.
Lo Real es siempre legible, y es legible porque se estructura como lenguaje.
Aquí emerge una revelación crucial.
El ya mencionado “giro lingüístico” la estructuración gramatical de la realidad es el axioma que establece la primacía del lenguaje como fundamento cognitivo del siglo XX.
Esta concordancia meta-histórica de un mismo Modelo de Mundo sería razón suficiente para explicar la persistencia de un Orden tonal que articula la música como lenguaje.

Pero existe otra motivación más profunda para que la Música exista como lenguaje en el imaginario del hombre Occidental.

Es necesario aclarar que la Música tonal se caracteriza tanto por una relación jerárquica de intervalos sonoros como por discurrir en la trayectoria lineal de un tiempo orientado hacia un final donde se restaura el equilibrio inicial.
Concretamente, en la música Occidental no se escuchan sonidos, se escuchan relaciones de sonidos, y toda forma de relacionar sonidos es un modo de organizar discursivamente al tiempo.
Esta particular configuración legible del tiempo posee una importancia fundamental
La hegemonía excluyente del Sistema Tonal coincide, en el paso del siglo XVII al XVIII, con una nueva interpretación de la temporalidad que se caracteriza por tres aspectos cruciales: la puntualización del presente, la historización del pasado y la apertura del futuro.
Este dispositivo conceptual posee la capacidad de reducir lógicamente la complejidad de los fenómenos y la inseguridad ante el devenir.
La perdurabilidad de la música tonal no se debe a ninguna naturalidad ni a la inercia de un hábito perceptual, persiste como un manifestación de la voluntad de dominio expresada en la Idea de que todo lo Real se articula como significado del lenguaje.

El Orden de la música tonal impone una “prohibición de los acontecimientos”.
La sólida organización gramatical de sus poderosas fuerzas afectivas le permiten “unificar armónicamente el devenir en la forma de un discurso histórico”.
La necesidad de una Historia discursiva nace del terror arcaico a que los acontecimientos se dispersen azarosamente.
Apartarse de la linealidad causal implica abrirse a la dimensión de la fatalidad y en la fatalidad no hay sucesión discursiva, todo se da en una simultaneidad catastrófica.
Catástrofe significa la abolición de las causas y ocurre allí donde la causa resulta absorbida por el efecto.
La catástrofe devuelve a los fenómenos la materialidad de su mera presencia.
La realidad deja de ser racional para devenir lo que se resiste a la razón.
El oído no puede cerrarse.
Lo Real es la resistencia de las cosas a todo régimen de significación.

Eduardo del Estal

14.6.10

Sobre todas las cosas hay un número,
que no es la velocidad de la luz
sino la luz de la velocidad.
Adentro de la semilla
no hay nada,
y adentro de nada,
la semilla.

La Mirada Absoluta - Las Meninas como catástrofe visual


La Mirada Absoluta - Las Meninas como catástrofe visual
Resulta dificultoso determinar a que normativa de organización espacial corresponde este cuadro de Velázquez que irrumpe en la historia occidental de la representación.
Su condición extraordinaria reside en que, contra todas teorías de la estética, debe verse simultáneamente como una réplica de la realidad y como una realidad misma.
Hasta entonces la pupila del pintor giraba en torno a de los objetos objeto siguiendo una órbita subordinada. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista.
Todo el cuadro nace de un solo acto de visión, y las cosas deben desplazarse para ser incluidas en su campo visual. Si lo Real para Descartes es el espacio, para Velásquez lo es el vacío entre el ojo y lo distante; la masa de aire que se extiende entre la pupila y el límite de su campo visual.

Las Meninas se resiste a una sola interpretación y genera un cortocircuito perceptual, en tanto depende de dos formas contradictorias, aunque inseparables, de entender la relación del cuadro con la realidad, que mantiene al espectador en suspenso.
Aunque se trata de un cuadro nacido a partir de la confianza en la representación y definido por ella; en el siglo XVII , “representación” ha dejado de ser un concepto unívoco.
En esa época temprana de la evolución epistemológica, la “mimesis” asume modalidades dispares y depende de nociones diversas acerca del realismo de lo Real. Velazquez no resuelve la paradoja de la diversidad de lo visible sino que la inscribe en una cinta de Moebius donde la continuidad y no la fractura sea la norma.
Antes que pintar los objetos tal como se ven, Velázquez pinta el ver mismo.

Concretamente, “Las Meninas”, la mayor obra de la pintura barroca española del siglo XVII, es el resultado la construcción de un espacio altamente complejo, que no es otro que el espacio de la Mirada misma.
Este espacio incluye lo que acontece afuera y al otro lado del cuadro.
La imagen deja ver al pintor y a las Meninas que observan a los reyes que aparecen reflejados en un espejo ubicado al fondo. Estos elementos figurativos urden la trama lógica de un espacio óptico absoluto que no puede contemplarse desde afuera. Inevitablemente todo mirar queda atrapado e incluido en su interior.
En realidad, los términos atrapado e incluido son inexactos, concretamente, el espectador resulta omitido.

En la construcción de ese espacio Velázquez demuestra un total dominio de la perspectiva aérea. Su talento consigue pintar la luz y la atmósfera de la habitación e inducir un efecto de profundidad dentro de una habitación cerrada por la acción de dos focos lumínicos: uno procedente de la ventana que se encuentra a la derecha y otro que irradia desde la puerta abierta en la que se recorta la figura del aposentador de palacio.
Además, la pincelada gestual y densamente empastada de pintura corporizan manchas que solo devienen figuras representativas a una distancia mayor de cinco metros.
Cromáticamente, la obra es un notable producto de la “pintura tonal”, cuya coloración general monocorde se basa en el principio óptico por el cual los colores vivos y saturados atraen la mirada hacia ciertos puntos dificultando la percepción global de la estructura espacial que es el motivo fundamental de la obra.
Su espacio tonal no es un «espacio pasivo», como en la pintura del renacimiento o del gótico, su profundidad es determinada por cesuras ópticas, por la iluminación y las relaciones recíprocas entre las cosas y las actitudes de los personajes.
Velázquez construye la perspectiva espacial mediante manchas luminosas que enfocan o desenfocan escalonadamente a las figuras.

El cuadro tiene por tema una escena banal en el Alcázar: el artista está pintando a los Reyes, acompañados de la Infanta Margarita y cortesanos; sin embargo, la pintura provoca acabadamente una ilusión de las tres dimensiones de la realidad valiéndose de sólo dos, el marco de la tela es la puerta de una habitación; el rey es quien mira, reflejado en el espejo y situado frente a éste, Velázquez.
Simultáneamente, el pintor somete al espectador a la soberanía todopoderosa del monarca que emana de la omnipresencia de su capacidad visual.
(Velázquez era el pintor oficial de Felipe IV, rey absolutista, soberano que se considera representante de Dios en el Mundo y única fuente legítima de autoridad).
El cuadro presenta lo que el Rey ve, con la calidad perceptual que posee su Mirada.
Su Poder absoluto proviene su Mirada infinitamente penetrante, capta la esencia de todas las cosas.
La posesión de todos los “puntos de vista” de la realidad en su complejidad es la característica que legitima y diviniza la Mirada Real. Aunque los retratos reales de la época siempre se manifiesta frontalmente la presencia del monarca, en este cuadro lo que se ve reflejado en el espejo es la excelencia de su Mirada, es decir, no se ve al Rey sino el poder visual de sus ojos soberanos.

El ejercicio del poder real absoluto, por especial gracia divina, esta garantizado por la concesión al monarca de facultades excelsas y, como síntesis de todas ellas, una total acuidad visual, una penetración óptica absoluta, que capta la totalidad de lo existente y ante la cual nada queda oculto.
Esa cualidad de la Mirada Real retoma las palabras de las Escrituras: «Has penetrado mis secretos y me has conocido» que asimila la Mirada monárquica a la Divina.
Concretamente, Velázquez retrata lo Soberano mediante recurriendo a uno de sus atributos fundamentales: la excelencia manifestada en su Mirada total.
Sin embargo, en “Las Meninas”, el pintor se sitúa en la misma localización jerárquica del Rey; coronado por la práctica misma de su oficio, invierte el sistema de valores girándolos sobre el eje que estructura al cuadro.
Todas las operaciones pictóricas se orientan a que el artista y todos los espectadores del cuadro, alcancen la perspectiva, la posición, y las propiedades de la mirada real.
Para que sea posible compartir esa Mirada Absoluta debe mediarse una mutación: el rey deja de ser un soberano todopoderoso y se convierte en un doméstico padre de familia, en su casa, con su esposa, hija y servidores que, al ser retratado es "sustraído al Estado".
Solo en esta situación es posible compartir la Mirada Real. Asumirla en su ejercicio soberano resulta una usurpación, una traición al rey, y un pecado contra Dios que lo ha situado en su trono.
La visión monárquica debe ser central, todos los elementos de la imagen deben converger en el ojo y en la imagen del Rey que es el centro del Poder.
Sin embargo, en la contemplación estética, el punto de vista del espectador coincide con el del soberano como resultado de una proyección perspectiva.
En el espacio de la habitación se estructura una doble pirámide: el vértice de la primera está en el ojo del que contempla (ubicada en el lugar del Rey) que se expande hasta dominar toda la superficie de la imagen y se acopla a otra pirámide simétrica, que converge hacia el fondo, hacia la pared con el espejo en donde se refleja el Monarca.

Por lo tanto la estructura compositiva de “las Meninas” permite acceder a la Mirada Real.
Hay un único punto de vista ideal e individual en el que se encaja, como una prótesis a medida, el ojo del espectador y hay un único punto de fuga, en el que convergen todos los elementos de la imagen y que es su centro. Velázquez asimila la perspectiva real a la pictórica: un punto de vista único sobre la realidad (en el que el espectador es el rey y la percepción individual). Fácilmente se produce la ilusión óptica de que el centro del cuadro está en el espejo cuando, en realidad, se encuentra desplazado a la derecha.
En la obra el pintor usurpa el punto de vista del Rey.
Tal proceso de sustitución perceptual, de reversión se manifiesta en la puerta abierta al fondo o en el espejo, que generan una translación circular contraria a la posición inicial.
Este giro denota que las jerarquías irreconciliables del rey y el espectador están comprometidos en una relación necesaria de oposición; ambos giran sobre un mismo eje y son complementarios. En la pintura, como entre los términos de una ecuación, se establece una equivalencia.
A primera vista, en esa dimensión binaria, la posición soberana del Rey queda enunciada por su ubicación en el interior del espejo; perfectamente centrado y aislado por la frontera áurea del marco.
El espejo predica al cuadro como “retrato de la Mirada Real”.
Pero, al mismo tiempo, en la obra de Velázquez, la mirada Real es la Realidad de la Mirada.

En “Las Meninas” se suscita la apertura de una «cuarta dimensión» inducida por un movimiento recursivo del afuera hacia el interior y desde el interior se revierte nuevamente hacia el afuera.
Los Reyes, fantasmagóricamente reflejados en el espejo, enfrentando al contemplador, potencian la proyección del cuadro hacia la exterioridad.
La complejidad del dispositivo pictórico montado por Velázquez se incrementa por la inclusión del propio artista dentro del cuadro en el acto de retratar a los reyes.
En rigor, a la apariencia de los reyes, dado que la pareja Real se encuentra situada en el exterior del cuadro.
Los rostros de los monarcas reflejados no son los corpóreos, sino las imágenes ideales pintadas por Velázquez en el lienzo, cuyo bastidor aparece en primer término, y del que sólo un fragmento capta el espejo, pues si los reyes se ubicaran realmente fuera del cuadro, se reflejarían en el espejo en un tamaño menor.

Por cierto, la inmensa tela dada vuelta no esconde nada dado que, concretamente, carece de reverso. Pero, en tanto sugiere contener la imagen que devuelve el espejo, se le atribuye un reverso que no es sino el propio cuadro que se presenta a la vista: Las Meninas.
Sin embargo, el espejo del fondo no refleja, como correspondería, la espalda del pintor sino los rostros de los monarcas, se trata de un espejo “pintado” en el lugar de la imagen especular de Velázquez, que se ubica a la izquierda.
Al invertirse la izquierda por la derecha, la verdadera imagen especular de Velázquez resulta elidida de donde debiera aparecer: en el centro del cuadro y reflejada en el espejo del fondo.
Si se supone un reverso de esa tela de donde asoma la figura del pintor, necesariamente hay que imaginar que en ese reverso figura el cuadro completo de Las Meninas, incluyendo lo que falta en el cuadro; el autorretrato que Velázquez está pintando mirándose en el espejo del fondo.

Dentro de la compleja estructura de "Las Meninas", Velazquez sitúa al sujeto de la visión en dos posiciones: el punto de fuga se halla alrededor del puño derecho de José Nieto Velásquez, parado en la puerta abierta del fondo. El dato es relevante.
Para las normas de la perspectiva geométrica el punto de fuga es el núcleo organizador de la proyección espacial, o sea, el punto de vista del pintor.
La otra localización reside en el espejo donde coloca la imagen de los Monarcas.
Significativamente, este reflejo es ilusorio ya que supone una Mirada en la pareja Real que contempla una imagen opuesta a un reverso que no existe.
Necesariamente en el cuadro se representa una ausencia: no es posible ver, al mismo tiempo, a Velázquez pintando y a su obra pintada.
Esta imposibilidad se deriva de un principio de la “Lógica Representiva” de acuerdo al cual el representante no puede representarse a sí mismo.
(Sólo cabe imaginar a Velázquez pintando a Velásquez).

Todos los personajes son históricamente identificables, el pintor, las infantas, los bufones y, en el espejo, el matrimonio Real.
Pero existe otro personaje fundamental e invisible: el espectador.

Las Meninas instala un acontecimiento óptico que desestabiliza al espectador como centro de gravedad del cuadro. El espectador es “aludido” por un complejo juego de miradas cruzadas entre los distintos personajes de la representación ( incluso en su sentido teatral) que, en última instancia, apuntan hacia el exterior del cuadro, hacia algo ubicado “del otro lado del espejo”.
Cabe suponer que la agudeza intelectual del pintor advertía que la representación de un punto de vista situado en un interior sólo puede presentarse enfocado hacia el exterior de la tela.
En consecuencia, el espectador es reestablecido como centro de gravedad de la obra al ser representado como lo ausente en la representación.
Sólo de esta manera sinuosa, propiamente barroca en lo que tiene de paradójica, es posible representar un punto de vista que opera toda vez que un espectador se acerca al cuadro para contemplarlo.
Sin embargo, lo que observa el espectador de Las Meninas es un ocultamiento cuya opacidad es aludida por el lienzo vuelto de espaldas a su Mirada.
Este eficaz artefacto performativo provoca en el espectador la experiencia de su propia existencia como situación inestable.
Ante el más ligero análisis de la lógica de esta representación pictórica, estalla una revelación estremecedora: el contemplador, situado frente al cuadro es quien debería reflejarse en el espejo.
Abruptamente, en el espacio de la pintura, los términos Imagen y Sujeto contemplador pierden todo Sentido. Toda distancia del mirar está tachada.
En “Las Meninas” el espectador no tiene lugar, es un fantasma que ha sido desalojado.